MUCHACHOS NO SEAN “LELOS”, DISFRUTEN
CADA MOMENTO EN EL QUE PUEDAN ADQUIRIR CONOCIMIENTO
GUÍA DE APRENDIZAJE Y TRABAJO AUTONOMO N°
04 |
NÚMERO DE HORAS 04 |
FECHA:
Desde 9 de noviembre hasta 4 de diciembre. |
ASIGNATURA: historia GRADO:
undecimo PERIODO: 4 |
Unidad 2: época
republicana en Colombia Temas: Conceptualización |
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DOCENTE: JUAN ESTEBAN GAÑAN ROMAN |
LOGROS ESPERADOS: Comprendo el proceso de consolidación del
estado Colombiano a través del proceso republicano. |
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CONTACTO 11ª: historia11a2020@gmail.com 11b: historia11b2020@gmail.com 11c: historia11c2020@gmail.com 11d:historia11d2020@gmail.com |
Reciban todos un cordial saludo, la presente
guía tiene como fin, avanzar conceptualmente sobre los contenidos temáticos de
las clases correspondientes a las 3 semanas restantes de noviembre y la primera
semana del mes de diciembre. En ese orden de ideas, encontraran a continuación
las clases numeradas del 1 al 4, pues nuestra intensidad horaria es de una
hora por semana, además podrán encontrar
las actividades en un tamaño de letra superior al resto del texto.
La guía anterior nos permitió
observar la primera mitad del siglo XX, a partir de la comprensión de dos
momentos históricos diferentes como la hegemonía conservadora y la republica
liberal. La presente guía, nos dará una aproximación a las circunstancias que
marcan el inicio de la segundad mitad del siglo XX en Colombia, eso lo haremos
a partir de la comprensión del fenómeno que significó Jorge Eliecer Gaitán y su
muerte.
Clase 1,2 3 y 4
Actividad 1
1.
Realiza una síntesis de la siguiente lectura.
2.
Elige por lo menos 5 sucesos de los mencionados
por el autor y presenta un aparte noticioso que pueda servir de referencia.
3.
Investiga con uno de tus abuelos, o con alguna
persona adulta mayor, cuáles son sus perspectivas del fenómeno Gaitán en
Colombia. Como lo vivió y que ha significado para la historia de nuestra
nación.
CRÍTICA A LA CASTA POLÍTICA
TRADICIONAL
La paz del pueblo ausente, por
William Ospina
Política11 mar. 2018 - 9:00 a. m.
Por: William Ospina / especial
para El Espectador
A propósito de las elecciones,
el ensayista, novelista y poeta revisa la Colombia de hoy, donde la ciudadanía
debería tener un papel más protagónico en beneficio de la democracia.
En Colombia, lo mismo que se
advierte a lo largo de toda la historia nacional vuelve a advertirse en cada
jornada electoral: la ausencia del pueblo. Todo vuelve a girar alrededor de
unos nombres y de unos personajes, de sus odios y de sus venganzas, de sus
programas y sus convocatorias, pero la comunidad resulta cada vez más
invisible, convertida apenas en la comparsa de los elegidos, reducida a la
condición de pasivos electores e invisibilizada por la estadística.
Yo diría que sólo una vez en el
último siglo el pueblo tuvo una presencia protagónica en los asuntos
históricos, y fue bajo el influjo de Jorge Eliécer Gaitán, quien también tenía
el defecto de ser muy visible frente al pueblo al que le hablaba, pero de quien
no podemos dudar que se inspiraba en ese pueblo, le daba fuerza en su discurso
y lo engrandecía con su estilo. No se ha reflexionado bastante sobre el hecho
de que Gaitán no difería del pueblo, él mismo era ese pueblo al que se dirigía
pero provisto de voz, de memoria, de ilustración, de recursos verbales, de
elocuencia y de pasión humana.
Oyéndolo, la gente no sentía el
poder de un orador sino su propio poder, y sólo en ese momento el pueblo
colombiano alcanzó a hacerse visible en la política, se sintió protagonista,
alentó la esperanza de ingresar en una historia de la que había sido borrado
desde los tiempos de la Independencia, cuando una galería de héroes se instaló
en la leyenda y borró la minuciosa abnegación de esos miles de seres de ruana y
de a pie que hicieron las campañas, que cruzaron los Andes tiritando y
muriendo, que caminaron jornadas enteras por pantanos helados, que cargaron como
suicidas con lanzas y espadas contra los cañones del enemigo.
Como decía Dante, “Es la manera
lo que me estremece”. Y como decía Rubén Darío: “Nada más que maneras expresan
lo distinto”. Hay que repetir sin descanso que el problema de la política en un
país como el nuestro, y a lo mejor en todos los países, no es de discurso sino
de maneras. El estilo de nuestra política ha consistido en invisibilizar al
pueblo y sustituirlo en el diseño de la nación y de sus instituciones. Aquí se
hizo costumbre desde la Conquista no consultar el territorio a la hora de
definir su ordenamiento sino imponer modelos traídos de otra parte, cuya única
explicación era el poder que los imponía y el modelo lejano que trataban de
imitar. Si en España se ordenaba el territorio de cierta manera, eso tenía que
ser válido para estas tierras, y así se olvidaban o se soslayaban los suelos,
los climas, la vegetación, las selvas, las llanuras, los desiertos, los ríos,
los páramos, el conocimiento ancestral de los pueblos nativos. Nadie oía cantar
al toche porque nuestro deber era celebrar a un ruiseñor que por otra parte
aquí no existía.
Recuerdo que cuando estaba
escribiendo mi novela Ursúa, que habla de los tiempos de la Conquista, viví una
experiencia muy curiosa para un escritor. Yo podía imaginar perfectamente a los
conquistadores, podía verlos bajar de sus barcos y entrar en el territorio, con
sus caballos acorazados de hierro, sus armaduras, sus penachos y sus espadas,
con sus lanzas, su pólvora y sus perros, pero no lograba ver en mi imaginación
a los pueblos indígenas. Los indígenas se sustraían a la mirada, se evadían al
lenguaje, y esto me inquietaba en términos literarios, hasta que un día, fue el
narrador el que me dio la clave de lo que estaba ocurriendo. Porque de repente
ese narrador dijo: “No vieron un solo indio en esa parte de la travesía, pero
yo sé que no todas las sombras que vieron eran sombras de árboles, ni todas las
plumas que vieron eran plumas de pájaros, y no toda la arcilla roja que
advirtieron en los barrancos era tierra inerte”.
En ese momento comprendí que a
diferencia de los europeos los indígenas estaban allí pero no se advertían,
sabían mimetizarse en el paisaje, y los españoles podían avanzar por las selvas
entre los indios sin darse cuenta siquiera de que estaban siendo observados.
Por eso parecía ser la selva misma quien arrojaba sus súbitas flechas. En
cambio cuando querían, cuando entraban en batalla, por ejemplo, las
muchedumbres de indios se hacían tan visibles, con su bullicio, sus caracolas
de guerra, sus plumajes, sus cascos y sus adornos de oro, que alguien que los
vio pudo describirlos diciendo que eran una “larga y espesa selva de plumajes”,
y Jorge Robledo pudo declarar que con sus cascos de oro parecían un ejército en
el que todos fueran reyes.
Formaban parte de la naturaleza,
eran silenciosos como la niebla, furtivos como gatos de monte, y su sigilo
contrastaba con la vistosidad y el estruendo de los invasores; estos tenían la
ventaja de sus caballos intimidantes y sus armas de fuego, en cambio para los
indios no hacerse notar era un recurso de supervivencia. No es que no fueran
visibles, es que se necesitaba sutileza para verlos, y la mirada que se impuso
en este orden social fue siempre una mirada incapaz de sutileza, una mirada
ciega a todo lo que no le fuera conocido.
Para encontrarle un rumbo a
nuestra sociedad y a nuestro mundo natural es cada vez más necesario ver lo que
somos, tener una mirada capaz de percibir lo original y lo distinto. Y eso es
lo que nunca ha tenido la política que aquí se impuso. Será por eso que tanta
gente desconfía de la política, sabe que está hecha para manipular, para borrar
identidades, para anular posibilidades, para imponer esquemas y modelos, pero
no para interpretar creadoramente lo que somos y lo que puede ser el país. (Del
autor le puede interesar: Los recursos de la paz).
Esa mirada comprensiva, cuidadosa
y sutil es una mirada que sólo puede arrojar la cultura, y en primer lugar las
artes creadoras. García Márquez sostenía que sólo la cultura popular ha sabido
ver y descifrar nuestro mundo. Y es evidente que lo que aquí llamamos política
nunca ha sabido dialogar con el arte creador ni con la cultura. Cuando a un
candidato le hablan de cultura, cree que le están preguntando con qué van a
entretener a la gente mientras vota, o con que la van a divertir entre discurso
y discurso.
Por eso es tan hermoso y
admirable escuchar a todo el que haya sido capaz de ver profundamente nuestra
tierra. Mientras muchos versificadores seguían cantándoles a las primaveras y los
otoños que nos trajo el diccionario, Aurelio Arturo, un gran observador de su
país, nos mostró en versos lúcidos que aquí:
Una hoja sola aún lleva su
delgada frescura
de un extremo a otro extremo del
año.
Supo sentir el asombro de que la
vegetación esté viva todo el año, y advertir que los campos no sólo son verdes
sino que tienen una variedad de verdes casi infinita. Arturo dijo con gran
belleza:
Hoja sola en que vibran los
vientos que corrieron
por los bellos países donde el
verde es de todos los colores,
los vientos que cantaron por los
países de Colombia.
Esta lengua, llegada de tan
lejos, le había impuesto una lógica extraña a nuestra relación con el mundo.
Utilizábamos casi las mismas palabras que en España, por eso creíamos que
estábamos nombrando las mismas cosas, y perdíamos el matiz original de nuestra
realidad. Llamábamos tigres y leones a los jaguares, nos educaron con cartillas
en las que no había piñas y chontaduros, dantas y zaínos, sino racimos de uvas
y granadas, lobos y jabalíes. Tal vez por eso la palabra democracia sirve aquí
para disfrazar una plutocracia manipuladora y hostil a todo lo genuinamente
popular. Aquí ser liberal no es profesar una filosofía de libertad, igualdad y
fraternidad sino participar de un sistema clientelar hereditario que manipula
voluntades y se impone por medio de maquinarias y de mermeladas.
Hay unos versos de Barba Jacob
que desnudan el modo como se trafica con las palabras utilizándolas no para
nombrar sino para enmascarar las cosas.
La paz es mi enemigo violento
y el amor mi enemigo sanguinario.
El mismo poeta nos enseñó algo
muy valioso sobre la solidaridad. Nuestra sociedad injusta y desigual es muy
dada a predicar la caridad: que los ricos ayuden a los pobres, que los
poderosos guíen a los desvalidos. Él no cree en esas filigranas de la caridad,
hechas para que el rico se eternice en su riqueza y el pobre en su debilidad y
su dependencia. Barba Jacob dice algo mucho más desafiante y verdadero:
Apoya tu fatiga en mi fatiga
que yo mi pena apoyaré en tu
pena.
Él más bien sabe que al pobre
sólo lo ayuda el pobre, que al triste sólo lo entiende el triste, que sólo
ayuda de verdad confiar en los otros. Esperar la paz que diseñan los que
vivieron siempre de hacer la guerra, es como esperar la prosperidad que siempre
prometen los que viven de la pobreza ajena.
Hay también un verso de León de
Greiff que suena muy paradójico pero que está lleno de clarividencia. Él dijo
en su “Balada de la fórmula definitiva y paradojal”:
Todo no vale nada si el resto
vale menos.
Si uno dice Todo pareciera que no
puede decir El resto, pues en ese todo ya está comprendida la totalidad. Pero
como el lenguaje es una abstracción, la palabra Todo, que parece compendiar
tantas cosas, también las borra, porque en ese Todo ya no vemos cada una de las
partes que lo componen. Hay algo que no vemos en la palabra Todo, y es cada
cosa, cada cosa con su inagotable minuciosidad. Entonces me digo que lo que el
poeta quiere revelarnos con su paradoja es que una cosa es el Todo, que abarca
el mundo, y otra cosa es cada uno de los elementos irreductibles que lo
constituyen.
Todo no vale nada si el resto
vale menos
podría significar entonces: el
bosque no vale nada si cada árbol vale menos, la sociedad no vale nada si el
individuo vale menos, el tiempo no vale nada si cada instante vale menos; es un
esfuerzo por devolverle valor y visibilidad a lo particular y a lo elemental.
En un debate serio sobre la
democracia, vale la pena decir que la estadística tiende a crear un todo en el
que cada cosa desaparece. Un buen rey sería aquel que conociera no sólo el
nombre sino el destino y los talentos de cada ciudadano. Como ese rey es
imposible, la democracia tendría que ser ese sistema donde cada quien pueda
tener no simplemente un voto sino un rostro, un destino, una originalidad, una
importancia. Borges nos dijo: “Descreo de la democracia: ese curioso abuso de
la estadística”.
A lo mejor si todo marcha bien,
si las instituciones funcionan, si el Estado responde a las necesidades de cada
uno, se podría admitir este extraño modelo en que los ciudadanos sólo existen
una vez cada cuatro años, pero cuando un país se encuentra en una situación tan
alarmante y caótica como el nuestro, es evidente que necesitamos ciudadanos
todos los días, que votar cada cuatro años es poca cosa para ayudar a resolver
tantos males. Que seamos ciudadanos sólo una vez cada cuatro años, que seamos
necesarios sólo una vez cada cuatro años, es lo que más les sirve a los que
viven de usurpar la voluntad popular y reemplazar a la ciudadanía, a los que
son apenas negociantes de la política, disputándose la bolsa de empleos del
Estado, y repartiéndose el ponqué de los presupuestos.
Por eso no basta que los rostros
sean nuevos ni que los discursos sean distintos. Lo que define una nueva
política no es ofrecer otras cosas, prometer otras cosas, sino convocar de otra
manera a la comunidad, darle un lugar distinto a los ciudadanos en la
transformación de la realidad, romper para siempre con esa lógica triste y
mezquina de los directorios y de las clientelas, donde las personas valen como
cifras pero no como interlocutores, como formuladores de propuestas y como
inventores de soluciones. A los candidatos les encanta que la gente adhiera,
pero no que la gente participe. Ya con Gaitán se vio que hasta las propuestas
más lúcidas pueden fracasar cuando no están en la mente y en la capacidad de
acción de los ciudadanos sino en el hombre o en el grupo demasiado visible que
los lidera. Y no ignoro que el proyecto gaitanista fue borrado a sangre y
fuego, que contra la propuesta de Gaitán de renunciar al enfrentamiento
ilusorio de los partidos, aquí se predicó hasta el vértigo una doctrina del
rencor y del sectarismo que convirtió a Colombia en un caldero de odio
inexplicable.
Después, durante setenta años
todas las contradicciones políticas que se nos han predicado han sido
artificiales; lo más doloroso y siniestro de la violencia de los años cincuenta
es que la contradicción entre liberales y conservadores era falsa, era una
oposición puramente retórica y artificial: los dos partidos no diferían en
términos filosóficos, ni en su doctrina, ni en su proyecto de país; los
dirigentes tenían el mismo proyecto de manipulación y de saqueo, y no hay
guerras más insanas, más crueles y más desalentadoras que aquellas que se
libran por razones falsas, por causas engañosas, por una ignorancia, una
ingenuidad y una docilidad que las castas malignas conducen y aprovechan. Hasta
la más reciente polarización que le ha sido predicada a los colombianos, la
contradicción actual entre uribismo y santismo, sigue siendo una oposición
artificial, hecha para enfrentar a la comunidad, aunque los dos sectores
participan del mismo modelo de sociedad, tienen los mismos intereses, ya han
estado unidos y podrían volver a estarlo. Los mismos apellidos, los mismos
apetitos, las mismas costumbres, identifican a esos sectores que otra vez
pretenden ser irreconciliables, pero que después de denunciarse uno al otro
como el mal absoluto, vuelven a unirse cuando ven peligrar sus intereses. Sería
triste que no hayamos aprendido nada en estos setenta años, que otra vez nos
ofrezcamos como comparsas dóciles de esas manipulaciones y de esos apetitos.
Colombia está cada vez más
cansada de esa casta corrupta, y cada vez más desencantada de su estilo, y es
posible que estemos asistiendo al nacimiento, o a la irrupción, de una
contradicción más verdadera, menos manipuladora y menos arbitraria: la
oposición entre el viejo modelo corrupto de maquinarias y de burócratas y el
despertar de la indignación ciudadana. Pero es ese el momento en que más se
requiere inteligencia, sensibilidad y conciencia de nuestras mayores
dificultades, porque corremos el riesgo de que la indignación quede atrapada en
las maneras de la vieja política, el riesgo de que simplemente aparezca un
salvador, alguien que otra vez pretenda diseñar por su cuenta el país que todos
necesitamos, y olvide que aquí no se trata de dirigir, ni de salvar, ni de
imponer soluciones sino de escuchar a la
comunidad, de liberar la iniciativa de la comunidad, de desatar las manos de un
pueblo lleno de talentos pero postergado, subordinado y despojado de la
posibilidad de tomar iniciativas, condenado siempre a esperar y a pedir
permiso, cuando lo único que necesita es verse convertido en protagonista
creador de otro modelo de sociedad.
Siempre he sido partidario de la
solución negociada de los conflictos armados que padece Colombia. Pero la causa
de esos conflictos no es, como predica nuestra dirigencia, la malignidad de
unos hombres. Aquí hay demasiada gente excluida, demasiada injusticia, somos el
cuarto país más desigual del mundo: esto no se puede ignorar cuando se analizan
las causas de nuestra violencia, y menos aun cuando se diseñan las soluciones.
Tenemos una inmensa población juvenil sin oportunidades, sin ingresos, sin
educación, sin formación, abandonada en manos de la violencia, pues sólo la
violencia les ofrece los ingresos que debería ofrecerles una nación capaz de
respetar a sus jóvenes y de pensar en su futuro.
Por eso no creo que a Colombia
cualquier proceso le sirva, y menos los procesos de paz diseñados por esta
dirigencia: esa desmovilización de guerreros que se hace en nuestro país cada
quince años, sin acompañarla de reformas profundas que corrijan las causas de
la guerra, que abran la posibilidad de un tiempo nuevo. La corrección real de
los desastres de la guerra no se logra con la mera desmovilización de unos
ejércitos que a duras penas se reintegran a la sociedad; porque ésta, y es
comprensible, no los recibe con generosidad. La única reinserción verosímil
exigiría, además de cambios profundos, una comunidad dispuesta a acogerlos y a
garantizar su seguridad; pero sin esos cambios que abran puertas para todos, la
gente los recibe con recelo, y hasta siente que les están dando a los
insurgentes oportunidades y prebendas que nunca les dieron a los ciudadanos
pacíficos. (Del autor le puede interesar: Oración por la paz).
El proceso de negociación que
vivió recientemente Colombia careció para mí de varias cosas fundamentales: de
un proyecto de juventudes, en un país donde la juventud es la guerra; de un
proyecto urbano en un país que aunque tiene un antiguo problema agrario, tiene
al ochenta por ciento de la población en las ciudades, y en ellas también sus
mayores conflictos; de un componente ambiental, con un proyecto gigante de
reforestación, que si es urgente en el mundo entero lo es mucho más en nuestro
territorio, porque estamos arrasando los páramos, devastando las cuencas de los
grandes ríos, destruyendo la mayor fábrica de agua del continente.
Pero de todas las carencias de
ese proceso, la más sensible fue la falta de participación ciudadana, que se
hizo evidente en el hecho alarmante de que, a la hora del plebiscito, menos del
20 por ciento de los electores aprobó los acuerdos, y el 80 por ciento les dio
la espalda. El gobierno tenía el deber de hacerle sentir a la comunidad los
beneficios del proceso, el gobierno pudo haber hecho llegar a los territorios
brigadas de médicos y de agrónomos, de ingenieros y de arquitectos, de
deportistas y de artistas, pudo haberle demostrado a la comunidad que la paz
traía para ella beneficios concretos; no me gusta decir esto pero yo mismo se
lo expresé en una carta abierta al presidente de la república, porque si se iba
a consultar a la comunidad sobre los acuerdos, era necesario incluir a la
ciudadanía, hacerla partícipe del proyecto, no producir la sensación de que la
paz, que sólo es verdadera si es de todos, era algo para expertos y diseñada
lejos y en secreto.
Es más, en un país donde no se ha
hecho nunca un esfuerzo coherente por formar lectores, se pretendió que toda la
comunidad leyera y aprobara en dos semanas un documento de 300 páginas que sólo
podían entender los expertos. Hasta el presidente Mujica dijo que el pueblo
colombiano había mirado ese proceso como desde un balcón. La paz no sólo se
hace para la gente, no sólo se hace con la gente, la paz hay que hacerla nacer
en la gente: la paz no es para funcionarios y guerreros sino para la vida
cotidiana de la comunidad.
Por eso he llamado a esta charla
“La paz del pueblo ausente”. Porque quiero insistir en que esa ausencia del
pueblo en las grandes decisiones es la historia misma de nuestro país, y sigue
siendo la principal limitación de nuestro orden social. Colombia es un país de
regiones: desde antes de la llegada del mundo europeo, aquí ya se habían
configurado regiones naturales y humanas distintas: el desierto de los Wayuu,
la sierra nevada de los tayrona, las ciénagas de los zenúes, las selvas
lluviosas de los embera catíos, las montañas de los pantágoras y de los
ebéjicos, la sabana de los muiscas, el plan ardiente de los panches, las
sierras de los nasa, las llanuras fluviales de los kamsá, el macizo de los
andaquíes, la selva de los huitoto y de los desana, las praderas de los
sikuani, la sierra nevada de los u’wa, los cañones de los chitareros, el valle
de los muzos, y a eso se añadieron muchas cosas llegadas de Europa que
aumentaron y enriquecieron esa diversidad.
En la primera Independencia si
algo se hizo visible fue la tensión entre las distintas provincias y entre sus
ciudades. En 1814 un caraqueño, Simón Bolívar, y un quiteño, Carlos Montúfar,
iban de un lado a otro extenuados tratando de lograr que los granadinos se
unieran entre sí. Bolívar les explicaba que ya venían las tropas de la
reconquista, que el país iba a caer de nuevo en manos de los españoles, que era
cuestión de meses, pero resultaba imposible hacer que Santafé se aliara con
Tunja, que Popayán se aliara con Pamplona, que Antioquia se aliara con Cartagena,
y mientras la escuadra realista iba llegando a las costas de América, aquí
seguíamos desconfiando los unos de los otros, resistiéndonos a la alianza,
hasta que Bolívar prefirió irse para Jamaica, a tratar de dibujar la
Independencia por otro camino. Y Morillo cayó sobre el territorio y la
república se ahogó en su propia sangre.
Es verdad que después la
independencia triunfó, gracias sobre todo a Bolívar. Pero no hemos logrado
encontrar todavía el secreto de la unión. Después de un siglo XIX desgarrado por
las guerras civiles, después de un arduo período federal de un cuarto de siglo,
construimos un modelo centralista conservador que duró medio siglo, a partir de
los años cuarenta recomenzó la violencia, y todavía no hemos encontrado el
modelo de país que requerimos. Para nadie es un secreto que el Estado no sólo
no ha logrado imponerse en el territorio, sino que algunas de las tareas
básicas de la institucionalidad democrática, como una economía incluyente con
un mercado interno fuerte, como una agricultura moderna, como el catastro
rural, como una adecuada industrialización, más bien han retrocedido, y el
modelo de propiedad de la tierra, que ha debido democratizarse y modernizarse,
más bien se ha concentrado en las últimas décadas, sin avanzar hacia un diseño
responsable y productivo. Y al mismo tiempo estamos padeciendo un arrasamiento
de la biodiversidad y de la riqueza natural inusitado y alarmante: Colombia
vive hoy un desastre ecológico de grandes dimensiones, uno de cuyos
protagonistas, el narcotráfico, es también un semillero de violencia y de
degradación social, y el Estado que debería instaurar la ley y el orden está
tomado por la corrupción.
La política no puede seguir
siendo lo que fue durante más de un siglo, la comunidad tiene que aparecer, no
sólo en el discurso sino en la dinámica de la política, en el tono de la
participación, en los debates de la modernidad. Colombia tendría que estar
hastiada de la pugnacidad, de que la política se identifique enseguida con el
odio, la acusación, la crispación y el miedo. Los jóvenes deberían estar dando
a los viejos el ejemplo de otra manera de discutir y sobre todo de otra manera
de participar, de una mirada sutil en la lectura de nuestra realidad, y de la
capacidad de convocar a una fiesta de la imaginación y de la originalidad en la
manera de concebir y de vivir la política. Ya deberíamos estar hartos de
consignas y de caudillos, ya deberíamos haber cambiado la procesión, con su
visible mártir a cuestas, por el carnaval.
Ya García Márquez hizo una expedición
fantástica por el territorio que nos reveló miles de cosas sutiles de nuestra
manera de ser: esa capacidad sin duda grotesca de sacar guerras del sombrero,
ese miedo al amor que nos paraliza, esas pestes del olvido, ese encierro
incestuoso en nuestras fronteras, esos contrastes alucinatorios entre las
montañas fúnebres y los valles orgiásticos, esos dibujos oraculares que forma
la sangre corriendo por las calles, esas niñas con amuletos de dientes de
tigre, esas aldeas selváticas donde hay músicos italianos, árabes en pantuflas,
indios que hacen llover flores y gitanos que escriben en sánscrito.
Ya Álvaro Mutis supo encontrar la
poesía de la tierra caliente, el milagro de los trenes bordeando los abismos,
los hidroaviones metálicos posándose en ríos de caimanes. Ya Estanislao Zuleta
supo hacer una lectura de nuestras culturas familiares mientras dialogaba con
las grandes ideas de la modernidad. Ya Fernando González fue capaz de poner a
pensar creadoramente a una lengua acostumbrada sólo a murmurar y a insultar. Ya
Orlando Fals Borda nos enseñó a pensar con sensibilidad el territorio.
Ya José Celestino Mutis supo
intuir que aquí las verdades políticas más hondas tienen que dictarlas las
nervaduras de las hojas, el diagrama de las raíces y la lengua de las flores.
Ya Humboldt nos mostró que sólo yendo de Ibagué a Buga era posible encontrar
las claves de la vegetación, instaurar la montaña como objeto de conocimiento y
fundar la geografía moderna. Aquí sólo la política está fosilizada: saben más
de Colombia José Barros, Julio Erazo, Campo Miranda y Rafael Escalona que
Miguel Antonio Caro, Lleras Restrepo, López Michelsen, los Santos, los Pastrana
y los Gaviria. Hay que volver a reunir en la mesa del café a León de Greiff,
Jorge Zalamea, Danilo Cruz Vélez, Omar Rayo, Eduardo Zalamea y Hernando Téllez
, y hacer que escuchen La gota fría, El pájaro amarillo, Lamento náufrago y El
testamento, hay que poner a Guillermo Valencia y a Nicolás Gómez Dávila a
bailar la Pollera Colorá.
La política tiene que dejar de
ser formalismo, manipulación de la gente y burocracia. Tiene que empezar a ser
la voz de los ríos, de las selvas, de los bosques de niebla, de los arroyos y
los manantiales, de los climas, de la vegetación, de la fauna silvestre, del
mestizaje, del conocimiento indígena, del colorido africano. Y sobre todo tiene
que empezar a ser la voz de la comunidad, su ingenio, su recursividad, su
capacidad de afecto, y su alegría. Hay que explorar las rutas desconocidas y
las rutas olvidadas del territorio; hay que superar la maldición del
centralismo; el corazón de la patria no está en la casa de Nariño sino en el
parque de Chiribiquete; hay que dejar de pensar que la riqueza de Colombia se
limita al petróleo y las minas: la principal riqueza es la gente, su
generosidad, su solidaridad, su capacidad de acompañarse, de hacer alegre la
vida, de cuidar a las nuevas generaciones, de proteger el territorio, de hacer
brotar por todas partes las riquezas paralelas.
Aquí nos enseñaron a hacer
política sólo con urnas, hay que devolverle la vida a la política.
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